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1. Continuamos una conversación
3. Hace casi 50 años el P. Pedro Arrupe, en ese entonces General de la Compañía de Jesús, pronunció en este mismo país, no muy lejos de aquí, su inspirador y profético discurso en el que resumió magistralmente la finalidad de la educación Jesuita: hacerse personas para los demás.
Bien sabemos de las controversias y malestar que sus palabras suscitaron en algunos, pero también del invaluable servicio que el P. Arrupe, como profeta y visionario de nuestro tiempo, ha realizado con sus palabras y su testimonio humildes pero desafiantes. El proceso de beatificación en el que se encuentra el P. Arrupe nos brinda el marco apropiado para considerar el impacto de sus palabras tanto en nuestras instituciones educativas como en las asociaciones de antiguos alumnos. Arrupe era consciente del enorme potencial apostólico que estas asociaciones representaban y a pesar de todas las posibles limitaciones en la educación recibida confiaba con optimismo en sus beneficios, pues como lo afirmó: “Esa confianza y optimismo se apoyan en lo siguiente: a pesar de nuestras limitaciones y deficiencias históricas, creo que la Compañía os ha transmitido... algo que constituye la esencia misma del espíritu ignaciano y que nos capacita para renovarnos continuamente: un espíritu de búsqueda continua de la voluntad de Dios.” (No. 11) Más tarde, el P. Arrupe llamará a este espíritu con el término “ignacianidad” (Nuestros Colegios Hoy y Mañana, 1980, No. 10).
4. En aquel famoso discurso, dirigido a los exalumnos reunidos en el congreso europeo de antiguos alumnos el P. Arrupe pone claro al comienzo su actitud al hablar: “No os hablo por tanto como padre, sino como simple compañero. Somos todos compañeros de colegio, que juntos intentamos escuchar al Señor, sentados en los mismos bancos.” (#16) Hoy vengo, también, como compañero de viaje y como antiguo alumno de otro colegio San Ignacio, el de Caracas a pocos meses de celebrar el centenario de su fundación, a compartir con ustedes algunas reflexiones y a continuar este diálogo en el espíritu de ignacianidad que el P. Arrupe comenzó.
5. Lo hago desde el contexto de la experiencia de fe que Ignacio de Loyola abrió para muchos de nosotros cuando comenzó su camino de conversión tras el cañonazo de Pamplona y que se consolidó en estas queridas tierras catalanas en su honda experiencia espiritual en Manresa, Monserrat y su estancia en esta ciudad de Barcelona. De allí que mis reflexiones se nutran de la generosa fuente de la tradición ignaciana. Las propongo con mucho respeto pues siento una profunda alegría al saber que en nuestros colegios también se educan personas con otras experiencias religiosas o convicciones del mundo. Es precisamente el beber de la fuente ignaciana lo que nos permite acoger la diversidad y, desde el respeto, provocar un diálogo fraterno con nuestra tradición espiritual. Podemos hacerlo puesto que a todos nos une nuestra común humanidad, las situaciones que nos afectan como parte ella y el deseo de contribuir a una sociedad mejor, más justa y fraterna. Son los desafíos del futuro lo que nos mueven a perseguir ese horizonte compartido.
6. En 1973, el P. Arrupe con su característica humildad y sinceridad reconoció que la educación de la Compañía no había preparados a los alumnos de la época para el reto contemporáneo de trabajar por la justicia. “Os hemos educado para la justicia? ¿Estáis educados para la justicia?... tenemos que responder los jesuitas con toda humildad que no…” (No. 10) Sin embargo, el P. Arrupe como hombre de fe, no estaba allí para simplemente reconocer la dificultad, sino que como hombre libre y del espíritu quería invitarnos a un proceso de renovación para ponernos al día y responder a los nuevos desafíos.
7. Gracias al análisis sincero del P. Arrupe nuestras obras apostólicas en general y nuestras instituciones educativas en particular han avanzado enormemente en este camino de educar para la justicia que nace de la fe y por ella se deja iluminar, y de invitar a nuestros alumnos a ser agentes de cambio en la construcción de sociedades más justas y fraternas. Hoy muchos identifican la educación jesuita por su claro compromiso con la justicia. Nuestras obras educativas han desarrollado numerosos programas, proyectos, y grupos de acción para que nuestros estudiantes adquieran un sentido crítico de la realidad, conozcan las raíces profundas y estructurales de nuestros problemas sociales y políticos, y puedan actuar en consecuencia. Sin duda nos queda mucho por hacer en este campo, tendremos que seguir discerniendo cómo responder a los desafíos siempre nuevos que la educación para la justicia y la reconciliación exigen.
8. El P. Arrupe expresó bien en su discurso la razón de este discernimiento continuo: “Si la Compañía quiere ser fiel a sí misma, si no quiere cambiar y traicionar el rasgo más profundo de su espíritu paradójicamente tiene que cambiar profundamente en la mayoría de sus concreciones epocales.” (#14)
9. Algo semejante podríamos decir de nuestras obras educativas. Si quieren permanecer fieles a su larga tradición educativa no queda otra salida que, desde la libertad interior propia de la experiencia ignaciana, innovar sin miedo y re-imaginar los métodos que permitan a las nuevas generaciones reconocer y afrontar sus retos con la mirada puesta en el futuro.
10. El reciente documento Una Tradición Viva (2019) busca hacer de la tradición una fuente de inspiración a los desafíos actuales de la educación de la Compañía. En él se nos recuerda que ser fieles a nuestra tradición es estar siempre en actitud de discernimiento o, como suele repetir el Papa Francisco en referencia a la Iglesia, nuestras instituciones y programas educativos deben estar en salida... en búsqueda... en discernimiento continuo para “buscar y hallar” lo que más conviene en cada momento, lugar para ayudar a crecer a personas concretas. No creamos escuelas fortaleza para levantar muros y no dejar pasar al otro y su realidad.