Homilía del jueves 2 de abril
Lecturas: Génesis 17, 39. Salmo 104. Y Juan 8,51-59.
P. Fernando Jiménez Figueruela SJ
En la primera lectura Dios renueva la alianza que había hecho con Abraham antes de salir de su tierra. Ya están en Canaán. El Señor ha cumplido su palabra de entregarle esa tierra rica “que mana leche y miel”. Y Abraham también ha cumplido su parte abandonando la tierra de sus antepasados. Ahora de nuevo le propone renovar su pacto de amistad, de amor. La alianza, Yo seré tu Dios y tú y tus descendientes serán mi pueblo. Con el paso de los siglos la alianza se convirtió en la señal de identidad del pueblo judío. Eran, y se sentían, el pueblo de la alianza. Dios no hizo nada semejante con otros pueblos. Eso hacía tan especial a Israel. Para expresar el cambio radical en la vida del patriarca, Dios le cambia el nombre. De llamarse Abram, pasará a llamarse Abraham. En la mentalidad semita el nombre representaba a la persona y su cambio significaba un cambio total en su vida. Siglos mas tarde Jesús hará lo mismo con Pedro.
La experiencia humana que más se parece a la alianza, es el matrimonio. Varias veces en el A.T. se compara el amor de Dios por su pueblo con el del esposo por su esposa. Esto aparece especialmente en el profeta Oseas como recordábamos hace unos días. También Isaías (62,5) nos dice: “La alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo”. En esta alianza, como en el matrimonio, se puede ser fiel o infiel. El A.T. está lleno de las infidelidades de Israel, y del perdón continuo por parte de Dios.
Con Cristo, Dios hace su alianza definitiva con toda la humanidad. Es un pacto tan fuerte que ya nada lo podrá romper. La iglesia es el nuevo pueblo de Israel. Nuestro primer pacto con el Señor se hizo en el bautismo. Lo hicieron nuestros padres en nombre nuestro. Al ir creciendo y descubrir la fe personalmente conocimos a Jesús e hicimos con él nuestra alianza de amor y fidelidad. También hemos experimentado muchas veces nuestra infidelidad al amor de Dios y su perdón misericordioso. Dios nunca se arrepiente de habernos hecho su pueblo. A cada uno nos toca vivir ese pacto con la mayor fidelidad y amor.
En el evangelio Jesús anuncia que quién crea en su palabra no morirá para siempre. Lo volverá a decir antes de resucitar a Lázaro como veíamos el domingo pasado. Jesús toma a Abraham como testigo de que dice la verdad, y al mismo tiempo anuncia que él es más grande que el tan respetado padre del pueblo: “Les aseguro que antes que Abraham naciera, Yo soy”. Los judíos no le creyeron. Su respuesta fue agarrar piedras para tirárselas. Dice el evangelio que Jesús se escondió y salió del templo.
La gran tragedia de Israel fue no reconocer a Jesús como enviado del Padre. Prefirieron seguir con su religión sin aceptar los cambios que Jesús les proponía. Pasar de la religión de la Ley, a la del amor. Y eso a pesar de las señales que hacía. También la tragedia de la Iglesia, que somos todos los bautizados, es no reconocer muchas veces a su Señor y serle infiel con tanta frecuencia. Pero a pesar de ello tenemos la seguridad de que él permanecerá siempre fiel a nosotros.