Domingo 27 de octubre, 30 del Tiempo Ordinario.
Lecturas: Eclesiástico 35,12-18. 2ª Timoteo 4,6-18. y Lucas 18,9-14.
P. Fernando Jiménez Figueruela SJ
El fariseo y el publicano del evangelio representan dos formas de vivir la religión que hasta hoy se da entre católicos. La religión de cumplir normas y la religión del amor. El fariseo toma posición delante de Dios y casi contra El. Estaba de pié. Los antiguos daban mucha importancia a los gestos externos. Ante Dios se estaba de rodillas. La oración del fariseo es orgullosa. Comienza despreciando a los demás hombres y sigue pasándole factura a Dios por sus bondades. Cando pasa la lista de pecados se enorgullece de no robar ni matar, pero se olvida de muchas otras oscuridades de su vida. El fariseo mezcla en su oración dos cosas que nuca pueden darse en ella: la vanidad y la crítica a los demás. Eso corrompe por completo la oración. La convierte en nada. Cuando Jesús pone este ejemplo señala lo que hacían los fariseos. Así era su manera de “orar”. El publicano, en cambio no se atrevía a adentrarse en el Templo. Hundido en su propia vergüenza se declara pecador. Pero no especificaba sus pecados, eso sería otra forma de orgullo “¡Qué pecador soy!”. Solo decía ¡Oh Dios ten compasión de este pecador!. El publicano salió del Templo justificado con la nueva justicia que Jesús nos trae que no es la que viene de acumular virtudes, sino sentirse amado y perdonado gratuitamente por Dios.
La religión de los fariseos era interesada. Te doy para que me des. Cumplo minuciosamente las leyes y normas, casi todas creadas por los hombres y de cosas sin importancia, y Dios automáticamente debe ayudarme. Ese tipo de relación con Dios elimina la gratuidad. Olvida que Dios no nos debe nada. Nos da todo porque nos ama. El cumplimiento estricto de las normas, el ser “perfecto” lleva a muchos cristianos al orgullo y al desprecio de los demás. Puede haber mucha ira en aquellos que se creen buenos y piensan que Dios debería ser más severo con los pecadores. Hay cristianos que pretenden enmendarle a Dios su manera de ser. En el fondo se sienten como el hijo mayor de la parábola del hijo ingrato. Entonces, ¿no hay que cumplir las normas?. Si, pero con amor, no con temor. Y discerniendo si esas normas nos ayudan a amar más o son un obstáculo para el verdadero amor. San Agustín decía: “ama y haz lo que quieras”.
En cambio la oración del publicano es la del pobre que no tiene méritos y todo lo espera de Dios. Es cierto que los publicanos eran abusivos y explotaban a la gente al cobrar impuestos excesivos para pagar a los romanos. No eran santos y los fariseos ya se encargaban de hacérselo saber. Para los fariseos los publicanos no tenían salvación. A pesar de ser judíos supuestamente Dios los rechazaba. Eso Jesús no lo tolera. Por eso llama como discípulo al publicano Mateo, y además fue a su casa a comer y se sienta en la mesa con toda la mafia de Cafarnaum. También en Jericó se va a alojar en casa de Zaqueo, jefe de los publicanos y muy sinvergüenza. Al hacerlo, Jesús quería que sintieran la cercanía amorosa de Dios, no el “dios” que les predicaban sacerdotes y maestros de la Ley. Sino el Dios verdadero, su Padre.
En la segunda lectura, San Pablo, sintiendo que su vida llega al final, nos dice que ha combatido un buen combate, ha llegado a la meta y ha mantenido la fe. El, que había sido fariseo, pasó de la religión de la Ley a la del amor. Dios quiera que todos nosotros podamos decir lo mismo.