Domingo 22 de septiembre. 25 del tiempo ordinario.
Lecturas: Amós 8,4-7. 1ª Timoteo 2,1-8. y Lucas 16,1-13.
P. Fernando Jiménez Figueruela SJ
Amós es el profeta de la justicia social. Su libro es una crítica muy fuerte, en nombre del Señor, a los que explotan y engañan a los pobres. Vivió hacia el año 750 a. C. Fue una de las pocas etapas de paz y prosperidad en Israel. Pero esa bonanza no era igual para todos. La riqueza se fue concentrando en pocas manos y el pueblo vivía oprimido. Cuando las 12 tribus de Israel se establecieron en la Tierra Prometida, Dios les distribuyó la tierra de manera justa. Todos tenían lo necesario para vivir. No quería que en su pueblo se repitieran los esquemas de explotación que habían vivido en Egipto. Pero con el paso del tiempo y sobre todo cuando se instituyó al monarquía, las clases sociales se fueron diferenciando. Había que mantener la corte del rey, el ejército y la burocracia y todo eso salía del trabajo de los pobres. El Señor no podía tolerar esa situación y alza su voz por medio de los profetas. Todos ellos tienen fuertes críticas a la injusticia social, pero Amós se lleva la palma. El cuadro que nos pinta es muy actual. Hoy en países de tanta tradición como el nuestro sigue habiendo brechas sociales y desigualdades muy fuertes.¿Cómo es posible que después de más de 500 años de evangelización en el Perú siga habiendo tanta pobreza, desigualdad social, marginación de tantos grupos y tanta corrupción?. ¿Qué hemos hecho del mensaje de Jesús?. ¿Acaso no leemos el evangelio?. Dios rechaza totalmente esa situación, que no es “natural”, no se debe a las leyes de la naturaleza sino que es provocada por el egoísmo humano. Nos dice Amós. “¡Ay de ustedes que transforman la leyes en algo tan amargo como el ajenjo y botan por el suelo la justicia!. Ustedes odian al que defiende lo justo en los tribunales y aborrecen al que dice la verdad (5,10). Y también: “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua y la honradez crezca como un torrente inagotable”. (5,24).
Tenemos que ser muy conscientes de que nuestra vida tiene una dimensión social y que muchas de las cosas que hacemos pueden ayudar o perjudicar a los más pobres. Esas actitudes se pueden resumir en lo que nos dice San Pablo en la segunda lectura: “Llevemos una vida tranquila y pacífica, religiosa y digna., eso es bueno y grato a los ojos de Dios”. El evangelio de hoy puede parece desconcertante. Como si Jesús alabara la injusticia del administrador que engaña a su patrón para poder tener la ayuda de los acreedores. Lo que alaba Cristo es la astucia con la que procede. Nos quiere decir a sus seguidores que tenemos que ser tan hábiles y astutos para hacer el bien como muchos hacen para el mal. La conclusión es bien clara. No se puede servir a dos señores, a Dios y al dinero. Al respecto tenemos que tener las ideas bien claras. Si la plata viene del trabajo honesto y de la habilidad de la persona para los negocios, en buena hora. Pero aun así esa persona tiene el deber de ayudar y compartir de alguna manera. Hoy en el Perú una de las cosas más importantes que se pueden hacer es crear puestos de trabajo. Los que tienen capital tienen la obligación moral de invertirlo para que haya más trabajo. Esa es la doctrina de la Iglesia. Y en este tema hizo mucho énfasis Juan Pablo II, nada sospechoso de izquierdismo. Ahí tenemos su encíclica “Sollicitudo Rei Sociales” (La preocupación por el tema social) del año 1987. No estaría mal darle una leidita de vez en cuando. Para nosotros, seguidores de Jesús, la plata ha de ser un medio para vivir con tranquilidad y ayudar a los necesitados. No un fin en su misma. El problema viene cuando la convertimos en nuestro Dios y adoramos al dólar con amor desmedido.