Domingo 10 de noviembre, 32 del Tiempo Ordinario.
Lecturas: 2º Macabeos 7,1-14. 2ª Tesalonicenses 2,16-3,5. y Lucas 20, 27-38.
P. Fernando Jiménez Figueruela SJ
A medida que nos acercamos al final del año litúrgico las lecturas de los domingos nos van hablando de las realidades de la vida futura. La primera lectura de hoy y el evangelio nos hablan de la resurrección de los muertos. En el Antiguo Testamento el pueblo de Israel no tenía muy claro lo que ocurría cuando uno moría. Creían que los muertos permanecían dormidos en el Sheol, un lugar sin sufrimiento pero sin felicidad a la espera de que el Mesías llegara y los llevara con él a su reino. Recién en los Libros de las Macabeos, que son de los últimos escritos del A.T, se afirma tajantemente que hay una resurrección de los muertos. En la lectura de hoy los jóvenes sufren terribles torturas antes de quebrantar la Ley porque esperan que Dios los resucitará: “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará”. En el evangelio los saduceos, que no creían en la resurrección, le hacen a Jesús una pregunta hipotética, bastante absurda, sobre quién será, en la vida eterna, el esposo de una mujer que en vida tuvo siete maridos. Jesús les responde que en la vida del más allá las cosas serán distintas. No se podrán juzgar con los criterios que tenemos ahora.
A veces nos preguntamos ¿Cómo será la otra vida?, ¿qué experiencia tendrán nuestros seres queridos que han fallecido?, de ello hablábamos el domingo anterior. La resurrección de los cristianos es la culminación de su relación con Cristo. El al resucitar nos mantiene unidos a sí con un amor que es más fuerte que la muerte. Nuestra fe en la resurrección se fundamente en las palabras de Jesús antes de resucitar a Lázaro, Yo soy la resurrección y la vida, todo en que cree en Mi no morirá para siempre. (Juan 11,25). Su palabra nos basta y sobra, simplemente creemos a Jesús. La vida futura es la culminación de esta vida. Nosotros, con nuestros nombres y apellidos y con nuestra historia personal, vamos a vivir para siempre, porque la muerte es el paso a la Casa del Padre. Recuerdo que cuando estudiaba el catecismo, hace muchos años, decíamos que el cielo es el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno. El Libro del Apocalipsis afirma claramente que esta tierra nuestra radicalmente transformada por la presencia del Señor, será el cielo. Una tierra en la que ya no habrá más, ni llanto ni dolor, porque eso eran características del mundo antiguo que ya ha pasado. (Apocalipsis 21,1-7). Cristo viene a hacer nuevas todas las cosas. Es decir las despoja de sus signos de muerte. Todas las cosas que ahora nos hacen felices estarán presentes en la plenitud de la vida. Sobre todo el amor de los seres queridos. Pero ya no será un amor posesivo, chiquito. Será un amor pleno en el que amaremos a Dios y en El a todos.
En la segunda lectura San Pablo nos señala el camino: “Que el Señor dirija su corazón para que amen a Dios y tengan la constancia de Cristo”. La fe en la resurrección lejos de hacernos olvidar las urgentes tareas que ahora tenemos por delante, nos impulsa con gran fuerza en ir transformado el mundo para que cuando Cristo vuelva, lo encuentre digno de Sí. Estamos preparando la casa para la venida del Gran Amigo.