Domingo 19 de abril, 2º de Pascua.
Lecturas: Hechos de los Apóstoles 2, 42-47. 1 Pedro 3,1-9 y Juan 20,19-31.
P. Fernando Jiménez Figueruela SJ
La primera lectura nos presenta a la comunidad cristiana primitiva profundamente unida. Compartían todo. La oración, la vida y también los bienes económicos. Vendía sus posesiones y ponían la plata al servicio de todos. Por eso eran la admiración de la gente y más personas querían ser cristianos. Estas primitivas comunidades quedan siempre como modelo de vida cristiana. Para vivir la fe en plenitud necesitamos una comunidad, un grupo, donde pueda compartirse. Hoy en la Iglesia tenemos una gran cantidad de grupos, movimientos apostólicos de laicos y comunidades a las que nos podemos integrar. Un cristiano que quiere vivir su fe sólo es como una persona coja que quisiera correr. Le falta algo muy importante.
Podemos leer el evangelio de hoy desde nuestra situación actual, encerrados en casa, con miedo por lo que nos pueda pasar y por cómo será el mundo cuando acabe la pandemia.
Los discípulos también estaban con las puertas cerradas por miedo a los judíos. El temor se había apoderado de ellos frente a la muerte de su maestro. Jesús llega, se presenta en medio de ellos. Les saluda: “La paz esté con Uds.” Jesús ahora está en nuestras casas y nos da la paz. Nos tranquiliza. Nos hace perder el temor porque nos da esperanza. Paz no es indiferencia a lo que está ocurriendo en todo el mundo. Es lucidez y serenidad para enfrentarlo de la mejor manera.
Jesús les dio el Espíritu Santo para el perdón de los pecados. Estos días en familia tenemos que perdonarnos. Porque hay momentos de cólera, de frustración, de ansiedad. Nos peleamos y hasta nos gritamos. Tenemos que buscar el amor que nos une como familia, esposos, podres, hijos, hermanos, abuelitos. Nos queremos, pero estamos cansados de la convivencia forzada. Ahora es el momento de rezar juntos, de pedirnos perdón, de renovar los sentimientos familiares y tranquilizarnos para seguir adelante. Intentar hacer todo lo que agrada a mi familia y evitar lo que molesta a alguno de la casa. Eso es lo que nos pide Jesús en estas circunstancias.
Para ello necesitamos la fe de Tomás que no estuvo presente en la primera aparición de Jesús. Se resiste a creer el testimonio de sus compañeros. Quiere descubrirlo por sí mismo Ocho días después, Jesús se presenta de nuevo. No le reprocha nada a Tomás, lo llama y le dice: “Mira mis manos, toca mis heridas. No seas incrédulo, sino hombre de fe”. El incrédulo experimenta un encuentro personal con el resucitado y hace el acto de fe más bello de toda la Biblia, le dice: “Señor mío y Dios mío”. Que un judío llamara a un hombre “Dios mío” era algo inconcebible, porque para ellos Dios era el Señor, el Altísimo, el Rey del universo. Pero Tomás cree que su amigo Jesús es Dios y así lo manifiesta.
Jesús hace luego un elogio de todos nosotros que creemos en El sin haberlo visto: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Algo parecido leemos en la segunda lectura de la primera carta de San Pedro: “Ustedes no han visto a Jesús y lo aman, sin verlo creen en él, y se alegran con un gozo indescriptible, así recibirán la salvación que es la meta de su fe”.
De estas lecturas sacamos un programa para nuestra vida en cuarentena: unidad. Solidaridad. Compartir con los que lo necesitan más que nosotros, como hacían los primeros cristianos. Paz y perdón en la casa. Y fe en el Señor que nos sacará con bien de esta crisis global, que afecta a todo el mundo.
Les propongo algunos salmos adecuados a las circunstancias que vivimos:
Salmo 91
Tú que habitas al amparo del Altísimo,
A la sombra del Todopoderoso,
Dile al Señor: mi amparo y mi refugio,
En ti mi Dios yo pongo mi confianza.
El te libra del lazo del cazador,
Te cubre con sus alas.
Será su plumaje tu refugio.
No temerás los terrores de la noche,
Ni la flecha disparada de día,
Ni la peste que avanza en las tinieblas.
Ni la plaga que azota a pleno sol.
Pues a mí se acogió, lo libraré.
Lo protegeré pues mi nombre conoció.
Salmo 32
El Señor es compasivo y misericordioso.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
En los que esperan en su misericordia.
Para librar sus vidas de la muerte,
Y reanimarlos en tiempos de hambre.
Salmo 30
Sálvame Señor por tu misericordia.
Sácame de la red que me han tendido
Porque tú eres mi amparo.
A tus manos encomiendo mi espíritu.
Tú, el Dios leal me salvarás.
¡Cuántas veces nosotros como Tomás, hemos experimentado este camino de madurez en la fe! Como discípulos tenemos que tener un vínculo de amor, amistad, ser tocados en nuestro corazón y nuestra mente para descubrir que somos hijos de un mismo Padre, llamados a anunciar la vida como don de Dios en gestos concretos de solidaridad, sobre todo estos tiempos de la pandemia del coronavirus, no caben los miedos, la indiferencia. Porque “todo aquél que cree que Jesús es el Cristo es hijo de Dios y todo el que ama al Padre ama también al Hijo. Si amamos a Dios y cumplimos sus mandatos, es señal de que amamos a los hijos de Dios. Porque el amor de Dios consiste en cumplir sus mandatos, que no son una carga” (1 Jn 5,1-3).
“Felices los que creen sin haber visto” (v. 29). “Que Jesús, nuestra Pascua, conceda fortaleza y esperanza a los médicos y a los enfermeros, que en todas partes ofrecen un testimonio de cuidado y amor al prójimo hasta la extenuación de sus fuerzas y, no pocas veces, hasta el sacrificio de su propia salud. Que Cristo, nuestra paz, ilumine a quienes tienen responsabilidades en los conflictos, para que tengan la valentía de adherir al llamamiento por un alto el fuego global e inmediato en todos los rincones del mundo” (Francisco, urbi et orbi). Solo tendremos los mismos sentimientos de compasión y de misericordia, si vivimos ese encuentro con el Resucitado y sabemos encontrarlo en el encuentro con nuestros hermanos. (Fr. Héctor Herrera, o.p.)