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SOLIDARIDAD CON LOS POBRES
No faltan quienes en los cambios que en los últimos tiempos ha experimentado la Compañía, han querido descubrir cierta radicalidad con algunos caracteres que en ocasiones parecen adquirir irisaciones afines al marxismo. De ahí la sospecha e incluso ciertas acusaciones como si la Compañía estuviese infiltrada de marxismo. Nada más equivocado. La Compañía procura seguir el Evangelio y no puede permitir que su espíritu se identifique con ninguna ideología, sea de derechas o de izquierdas, ni con ningún partido político. Esto sería mutilar el Evangelio y hacer decir a Jesucristo cosas que no aparecen en absoluto en la Biblia.
Sin embargo la Compañía, con la Iglesia, ha adoptado opciones y fomentado posiciones que son tan radicales o más que las de cualquier otra ideología. Pero la diferencia está, primero, en la motivación; segundo, en sus límites; y tercero, en sus medios, los cuales, nunca pueden ser antievangélicos y por tanto excluye toda violencia y todo lo que sea incompatible con la caridad y justicia.
Uno de los puntos más difíciles y que suena a novedad es la solidaridad con los pobres que la Congregación General 32 ha señalado como una de las opciones o características de las actitudes de la Compañía hoy. Por tanto, aunque la Congregación General como es natural se, refiere directamente a los jesuitas, se refiere indirectamente también a vosotros como formados por la Compañía con la cual queréis colaborar. Por.tanto aunque lo que os voy a exponer en las líneas siguientes se refiere directamente a los jesuitas, vosotros podéis considerarlo como un consejo que os damos, si queréis ir hasta el fondo en la colaboración con la Compañía actual.
Nuestra solidaridad con los pobres, que proclamamos, no es una nueva concepción teórica de nuestro ideario de jesuitas ni una extrínseca luz que proyectemos sobre nuestra acción apostólica, sino una nueva manera de ser de nuestra misma vida. Ello, es claro, exige un cambio de mentalidad, pues -para decirlo con un viejo adagio escolástico- "operari sequitur esse". Hay que transformar nuestro ser para que pueda ser nuevo nuestro obrar. Ese ser nuestro que, fenomenológicamente al menos, hoy puede decirse está definido en estructuras sociales propias no de la clase de los pobres, sino de la clase media en una estructura social capitalista.
Nos guste o no, lo expliquemos de una manera o de otra, un hecho es innegable: las clases sociales existen. Y existen por doquier. Dividen a !a humanidad en estratos que se repelen entre sí, en compartimentos estancos difícilmente intercomunicables. Cada clase está amalgamada por un conjunto de intereses, solidaridades y relaciones internas, y de agresividades y líneas de ataque a objetivos externos, que la llevan a tomar posiciones coherentes y de grupo en el planteamiento de cualquier problema a nivel social, económico, político. Cualquier conflicto, por lejano que sea, llámese Corea, Oriente Medio, minorías de color, etc., encontrará un armónico en la tensa cuerda de nuestra mentalidad de clase.
La alegación de estar libre de mentalidad de clase es más que sospechosa. Difícilmente escapamos a ella. Los unos -en el extremo privilegiado del espectro social -que no han experimentado en su carne la injusticia institucionalizada, reaccionarán con estupor y autodefensivamente ante las masas que reclaman un orden nuevo. Tranquilos en la pacífica posesión de cuanto creen ser sus derechos, se consideran al margen de la contienda, y el verse objeto de las reivindicaciones ajenas, lo tienen por injusta invasión de cuanto irrevocablemente les pertenece, una agresión de la que es lícito defenderse por todos los medios. Paradójicamente, esta inconsciencia es un factor determinante de la situación.
Los otros -la gran franja de desposeídos- a quienes una larga historia de sufrimientos y privaciones unida a la acción de propagandas ideológicas ha agudizado la percepción de lo justo y de lo injusto, y ha puesto a flor de piel la sensibilidad de cuanto es lesivo pare sus más elementales derechos humanos, hallan inevitablemente similitud o discrepancia con su situación en cualquier conflicto, por ajeno que pueda parecer. Y, consiguientemente, reaccionan, para sorpresa de incautos, con una lógica carga de agresividad o solidaridad.
Esta realidad -convencionalmente esquematizada, si se quiere, pero cuyo planteamiento general no creo pueda ponerse en duda- exige que nosotros nos hagamos la pregunta que lógicamente se desprende. "Y nosotros, ¿a qué clase pertenecemos?". "¿Cómo reaccionamos respecto a los conflictos que a primera vista llamaríamos ajenos?". "¿Hacia qué extremo oscila en mayor o menor medida nuestra simpatía en cada caso?".
Es cierto que como cristianos, con la gracia de Dios, debemos ponernos por fuera y por encima de toda interpretación clasista o partidista en cuanto ello significa la aceptación de una dicotomía de tipo maniqueo o marxista, o el abandono de nuestra misión de llevar a todos a Cristo. Pero no será fácil superar los condicionamientos de clase a que -quizá inconscientemente- estamos sometidos. Y sólo sabremos librarnos de ellos en la medida en que los detectemos dentro de nosotros mismos y sepamos reaccionar frente a ellos.
Y precisamente, quizá, porque nuestra indispensable forma cultural y nuestro encuadramiento institucional tienden a poner de relieve el valor de lo establecido {en oposición a cualquier orden nuevo), y del orden {frente a la convulsión que comporta cualquiera nueva redistribución), muchos laicos, movidos sin duda por ideales de innegable cuño evangélico, han intentado reaccionar haciendo suya la causa del pueblo. La consecuencia ha sido crear tensiones y conflictos dentro de la Iglesia. Muchas veces, Inevitables y fecundos. Otras, ¿por qué no confesarlo?, equivocados y contraproducentes, introduciendo en la Iglesia el espíritu de clase, e incluso la lucha de clases, atentando con ello a dos de sus notas esenciales e indefectibles: su unidad, su universalidad. He ahí un punto que brindo a vuestra reflexión.