Valencia, Agosto 1 de 1973

Discurso del R.P. Pedro Arrupe S.J. en el Décimo Congreso Internacional de Exalumnos Jesuitas de Europa

Padre Pedro Arrupe SJ

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El Hombre para los Demás - Padre Pedro Arrupe SJ - II. EL HOMBRE PARA LOS DEMÁS

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II.  EL HOMBRE PARA LOS DEMÁS

Nos hemos reunido aquí para repasar el sentido y las metas de nuestra Asociación de Antiguos Alumnos, y nos ha parecida que en principio las Asociaciones de Antiguos Alumnos están hoy llamadas a ser un cauce privilegiado de formación permanente.

Hoy se habla mucho de formación permanente, pero con frecuencia se le da a dicha expresión un alcance muy limitado: el de simple puesta al día de los conocimientos técnicos y profesionales que nos permiten seguir luchando con ventaja en la competición, cada vez más dura, de esta vida. A veces se completa dicha noción con la reeducación de los hombres para vivir en una sociedad totalmente diferente, o incluso para capacitarlos a afrontar el reto de un mundo en continuo cambio. Pero esa tarea, absolutamente necesaria en el mundo de hoy, no puede dárnoslo todo; desde el punto de vista de los valores cristianos, es una tarea neutra y puede incluso ser negativa; todo depende de la orientación de base que hayamos impreso a nuestra existencia. En la medida en que la hayamos orientado para los demás y para la justicia, la capacitación técnica y profesional y la adquisición de un nuevo sentido en el cambio, será positiva; en la medida en que la pongamos al servicio de nuestros egoísmos personales o de grupo, será negativa. Y en toda hipótesis, al término de formación permanente, tal como se usa de ordinario, le falta la meta más específica de toda formación cristiana: la llamada a la conversión. Pero hablar de formación permanente en el cristianismo es hablar de conversión continua y ello hoy en concreto es hablar de formación para la justicia.

No en vano hemos comenzado esta charla con la confesión de que no estamos formados para ello. Sólo a partir de esta conciencia y de esta humilde confesión, acompañada de la voluntad de reforma, tiene sentido el que nos planteemos en serio el problema de nuestra propia formación. Dejo lógicamente a vuestras deliberaciones el análisis de las formas concretas en que ésta formación podría y debería encarnarse, y dejo también a vuestro estudio y decisiones la elección de los canales organizativos que la pongan en ejecución.

Bajo el epígrafe común de "el hombre para los demás" voy a limitarme a esbozar en esta segunda parte tres series de consideraciones finales. La primera, versará sobre la justificación y el sentido general que hemos de darle a esa expresión. La segunda, sobre una condición y cualidad indispensable que hoy ha de poseer ese hombre, si de verdad quiere servir a los de- más con eficacia: la de ser un agente, un promotor del cambio. La tercera, versará sobre otra condición más radical e importante: la de ser un hombre dócil a Dios, un hombre llevado por el Espíritu.

A.    El hombre para los demás; justificación y sentido

a. Consideraciones preliminares. En una primera aproximación parece que el hombre se caracteriza por ser un "ser para sí", un ser centrado sobre sí mismo.

Sin embargo también es un dato de experiencia que el hombre se descentra cuando se centra egoísticamente. El hombre es un centro, dotado de conciencia, de inteligencia y de poder; pero un centro llamado a salir de sí mismo, a darse y proyectarse a otros por amor. El amor es la dimensión definitiva y englobante del hombre: la que a todas las demás dimensiones les da un sentido, su valor o su desvalor. Sólo el que ama se realiza plenamente como hombre. No es más persona cuanto más se cierra uno sobre sí mismo, sino cuanto más se abre a los demás.

El "saber" y el "tener", es decir, el centrar en sí mismo y apropiarse de las cosas con la inteligencia o con el poder, son ciertamente dimensiones enriquecedoras del hombre, pero sólo en la medida en que no lo cierren a los otros hombres, sino que enriquezcan la misma donación y entrega amorosa de sí mismo a los demás. Toda persona que hace crecer los "saberes" de este mundo, o los "haberes" de este mundo, para ponerlos al servicio de la humanidad, realiza una tarea de humanización del mundo.

b. La deshumanización por el egoísmo. Pero con frecuencia las cosas suceden de otro modo. Cuando el movimiento centralizador se detiene en uno mismo, cuando se acumulan "saberes", "poderes" y "haberes" para ponerlos al servicio exclusivo de uno mismo, sustrayéndolos a los demás, entonces todo el proceso se pervierte y se torna deshumanizador.

En primer lugar deshumanizador de las víctimas directas de esa conducta. Lo me- nos que se puede decir de los hombres que no viven para los demás es que no aportan nada a sus hermanos. La escala comienza pues con un pecado de omisión, del que apenas nunca tomamos conciencia; este pecado puede adoptar simplemente la forma concreta de una existencia ociosa, o pasar adelante y adoptar la forma de una existencia basada sobre negocios especulativos; también hay que colocar en este grupo a los que participan positivamente en el proceso productivo (haciendo crecer la riqueza o el saber) pero, aprovechándose de tal modo de su situación de privilegio y poder a la hora de fijar las contraprestaciones de todo tipo, que en definitiva el saldo resulta negativo a los más débiles.

Supongamos sin embargo que no hay todavía ningún tipo de apropiación injusta. El hombre que vive para sí, no sólo no aporta, sino que además tiende a acumular en exclusiva, a acotar parcelas cada vez mayores de saber, poder o de riqueza, y consiguientemente a desplazar a multitudes de marginados de los grandes centros de dominio del mundo.

Pero hay más: el egoísmo no sólo no humaniza las cosas (por el único procedimiento por el que las cosas se puede humanizar, es decir, poniéndolas al servicio de los demás), sino que codifica a los mismos hombres, convirtiéndolos en objeto de explotación y dominio y apropiándose de parte del fruto de su trabajo.

En segundo lugar, y con mayor radicalidad, el hombre que no vive para los demás se deshumaniza a sí mismo.

En efecto: si somos sinceros, todos tendemos a valorarnos a nosotros mismos con los criterios de valoración con que nos valora la sociedad. Y la sociedad no valora hoy al hombre por lo que es, ni siquiera por lo que sabe, sino simplemente por lo que tiene y por lo que puede alcanzar. Poder y riqueza son las medidas del valor. La tendencia espontánea resulta entonces la de identificarnos con nuestra riqueza. Somos y valemos a los ojos de los demás y a nuestros propios ojos, lo que vale la riqueza que poseemos. Por este procedimiento la riqueza muy pronto deja de ser medio para convertirse en fin. Los mismos que nos quejamos de ser tratados como cosas, nos codificamos a nosotros mismos al identificarnos con nuestra riqueza.

Sin embargo hay algo en nuestro interior que se revela cada vez que consumamos en nosotros mismos esta cosificación. Nos sentimos frustrados. En el fondo sabemos que no somos ni valemos lo que tenemos. Quisiéramos ser nosotros mismos. Pero no nos atrevemos a romper el círculo vicioso, sino que pretendemos superar la frustración empeñándonos en "tener más todavía", o lo que es peor, en "tener más que los demás", convirtiendo la vida en una competición sin sentido. La espiral de ambición, de competitividad y autodestrucción se retuerce indefinidamente sobre sí misma, en círculos ca- da vez más amplios, que nos encadenan cada vez con más fuerza a una existencia frustrada y deshumanizada. De rechazo resulta cada vez más necesario aumentar nuestro poder y la eficacia de nuestros mecanismos de opresión y de lucro. De esta forma mi auto deshumanización vuelve a repercutir en el tipo de deshumanización de que hablábamos en el apartado anterior: en la deshumanización de los demás.

Con ello hemos llegado al tercer aspecto deshumanizador de la actitud egoísta. Esta, no sólo deshumaniza a los demás y a sí mismo, sino que deshumaniza las estructuras sociales. Estamos ante uno de los ejemplos más netos de lo que en la primera parte he llamado "pecado objetivado". A partir de nuestros pecados de egoísmo, a partir de nuestros actos deshumanizadores, en el doble sentido de ser explotadores de los de- más, y destructores de nuestra propia humanidad personal, el pecado (cosificado y endurecido en ideas, estructuras y organismos anónimos que escapan ya a nuestro directo control) se instala en el mundo como una fuerza tiránica que a todos nos atenaza.

c. La humanización por el amor. ¿Cómo salir de este círculo vicioso? Porque efectiva- mente se trata de un círculo, en el que los tres aspectos deshumanizantes del egoísmo desencadenado se entrelazan de tal manera los unos con los otros, que no se ve la forma de desatar el nudo. Advertimos con bastante claridad que el egoísmo personal, o la suma de egoísmos personales, está en la raíz de todo el proceso. Pero intentar vivir el amor y la justicia en el mundo donde los demás, o la gran mayoría, son egoístas e injustos y donde además la Injusticia y el Egoísmo se han instalado estructuralmente, esa empresa parece una empresa suicida e inútil.

Sin embargo a esa empresa nos impulsa con toda nitidez el Mensaje cristiano, hasta constituir la esencia ética del cristianismo. Hay una frase de San Pablo que ilustra con precisión lo que pretende mostraros. Dice así: "No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien" (Rom 12,21). Esta enseñanza que, como veremos, se identifica con la enseñanza de Cristo sobre el amor a los enemigos, es la piedra de to- que del cristianismo. Todos desearíamos ser buenos con los demás y todos, o la mayoría seríamos relativamente buenos en un mundo bueno. Lo difícil es ser buenos en un mundo malo; en un mundo donde el egoísmo de los demás y el egoísmo estructural nos ataca y amenaza aniquilarnos. Nos parece que entonces la única reacción, posible es oponer el mal al mal, el egoísmo al egoísmo, el odio al odio, hasta a ser posible, aniquilar al agresor con sus mismas armas. Pero es precisamente entonces cuando el mal nos vence más íntima y profundamente. No sólo nos destroza exteriormente, sino que nos deshumaniza y pervierte por dentro; nos inocula su propio veneno; nos hace malos. A eso es a lo que San Pablo le llama ser vencido del mal.

El mal sólo se vence con el bien, el odio con el amor y el egoísmo con la generosidad; y todo ello es necesario en este mundo concreto para implantar la justicia. Para ser justo no basta con no aumentar por propia iniciativa la reserva ya ingente de injusticia de este mundo; es preciso además soportar generosamente los efectos de la injusticia, negarse a seguirle el juego y, sobre todo, sustituir su dinámica por la dinámica del amor. Para ello no basta un amor como el de los gentiles, que sólo aman a sus amigos y odian a sus enemigos; eso no arreglaría nada; a lo más mantendría el equilibrio. El amor cristiano en cambio es como el amor de Dios, que hace nacer su sol sobre los buenos y los malos (Véase Mat. 5, 43-48). Amor por tanto creador, que no consiste en amar lo amable, sino en amarlo todo y a fuerza de amor convertir en amable lo que se ama. Es preciso hacer una siembra de amor. Poner amor donde no hay amor, para un día recoger amor. Es verdad que, muy posiblemente, entre la cosecha y la sementera, el grano de trigo muera. Sólo el grano que muere da fruto. Pero en esto consiste la verdadera victoria. La victoria además donde no hay vencidos. Decíamos antes que, cuando el odio de otro hace nacer en nosotros el odio, somos nosotros los vencidos, aun en el caso de que logremos aplastar al adversario. Pero cuando al odio respondemos con amor, hasta dar la vida, si es preciso, como Cristo, amando y perdonando a los enemigos, entonces es más que probable que seamos nosotros los que terminemos por infundir nuestro amor en los demás. Entonces es cuando profundamente vencemos, con una victoria plena en la que no hay vencidos; sólo vencedores, porque el hermano ha sido ganado y el enemigo trocado en amigo.

La gran dificultad está en que todo esto nos parece muy bonito, pero tremendamente ineficaz. No tenemos fe en el amor. Sin embargo nada hay más eficaz que el amor. Para hacer retroceder notablemente el dominio de la injusticia, pienso que bastaría la multiplicación de una serie de grupos selectos, suficientemente coordinados, que orientaran su vida con el espíritu aquí descrito, espíritu que voy a intentar concretar algo más en el apartado siguiente.

  

B.  AGENTES Y PROMOTORES DEL CAMBIO

No olvidemos que, aunque la raíz del reino de la injusticia está en nosotros mismos (y por ello dedicamos nuestros mejores esfuerzos a nuestra propia reeducación y reforma), esa injusticia está asentada estructuralmente en el mundo, con independencia objetiva de cada uno de los hombres. Más aún, que no podemos cambiarnos hasta las últimas consecuencias, si no cambiamos nuestro mundo. Educar para la justicia es por lo tanto educar para el cambio, formar hombres que sean agentes eficaces de transformación y de cambio.

Ello requiere, según veíamos en la primera parte, un tipo de formación que nos capacite para el análisis de las situaciones que en cada caso se pretendan transformar y para la elaboración de unos planes y tácticas en orden a conseguir eficientemente las metas transformadoras y liberadoras. Esa tarea desborda evidentemente la finalidad de esta charla, aunque posiblemente no desborde la finalidad de las Asociaciones de los Antiguos Alumnos. Opino que en su seno se deberían fomentar iniciativas de este tipo a diverso nivel, con diversos grados de coordinación y con un amplio margen de pluralismo.

En el texto escrito llamo también la atención sobre la necesidad de fomentar una imaginación prospectiva, que nos haga tomar muy en serio la tarea de construir un futuro mejor para la humanidad, con una adecuada utilización de las necesarias mediaciones técnicas e ideológicas.

a. Actitudes generales para promover el cambio. Aquí voy simplemente a limitarme a indicar algunas actitudes muy generales que parece deberíamos incorporar en toda hipótesis a esas tácticas.

Primera: un decidido propósito de darle un tono de mucha mayor sencillez a nuestra vida individual, familiar, social y colectiva, frenando así la espiral del lujo y la competividad social. Fiestas, regalos, trajes, joyas, podrían ser el objeto de drásticas reducciones, que no sólo permitirían prescindir de ciertas fuentes de ingreso (quizás no tan limpios) o de orientarlas generosamente hacia los demás, sino que sobre todo actuaríamos como gestos simbólicos de tremenda eficacia social.

En el texto escrito pongo un ejemplo muy concreto. He sido tan concreto, porque los principios no sirven para nada, si no se aplican. Yo hago una aplicación: vosotros buscaréis otras. Por ello el ejemplo vale, pero vale sobre todo como símbolo; símbolo que no serviría si no es expresión verdadera de una concepción nueva de toda la existencia, que debe encarnarse en otros muchos detalles. Hay que formar hombres (y también mujeres), que no sean esclavos de tal sociedad de consumo, que no tengan como norma de vida ser y aparecer un poco más que los demás, sino que se propongan, hasta como ideal, quedarse siempre un poco atrás, para ir así desenroscando el tornillo del lujo y de la competividad. El antiguo consejo dado por los moralistas, a la hora de de- terminar lo que era el lujo inaceptable para un cristiano, se basaba en la directiva de asimilarnos, sin exceso, a lo que es habitual en cada nivel social. Pero ese consejo está superado. Supone una sociedad estática, preocupada por la justicia individual, pero que ni siquiera se plantea el que la misma estructura social (que determina esos niveles clasificatorios de los grupos sociales) sea ella misma una encarnación de la injusticia. Pero precisamente ese es el caso y por ello es profundamente moral una actitud que tienda a desmontar y allanar los escalones sociales establecidos.

b. Mucho más brevemente voy a insinuar la segunda y tercera actitud fundamental.

Segunda: decidido propósito, no sólo de no participar en ningún lucro de origen claramente injusto, sino incluso de ir disminuyendo la propia participación en los beneficios de una estructura económica y social, injustamente organizada a favor de los más poderosos. No se trata ya de disminuir los gastos, sino, mucho más radicalmente, de disminuir los ingresos basados en estructuras injustas. Ello nos obliga de nuevo a marchar a contracorriente. En vez de tender a afianzar cada vez más nuestra posición de privilegio, hemos de ir debilitándola a favor de los menos favorecidos. En el seno de las Asociaciones de Antiguos Alumnos se deberían hacer serios y sinceros análisis, para determinar, en qué casos y hasta qué punto la participación en el producto social de los mejor situados (dueños de grandes capitales, grandes industrias y financieros, profesionales bien instalados, etc.) no supera lo que debería ser, si la estructura fuese más justa. Yo os pediría que no os excluyáis demasiado rápidamente de este planteamiento; estoy convencido de que toda persona de cierta posición social se ve afectado por él, aunque sea sólo en algunos aspectos, y aunque, respecto a grupos todavía más favorecidos, resulte injustamente discriminada. Pero no olvidemos que el punto decisivo de referencia son los verdaderamente pobres, en nuestros países y en el tercer mundo.

La tercera actitud está muy conectada con la anterior. Tal vez sea posible reducir los gastos y llevar una vida mucho más sencilla, sin chocar demasiado con la sociedad, aunque en el fondo le desagrade nuestra actitud y por ello precisamente le haga bien.

Pero si lo que pretendemos es reducir nuestros ingresos, en cuanto que ellos nos vienen de nuestra participación en una estructura injusta, ello no es posible hacerlo sin transformar la misma estructura. Entonces es inevitable, que los que se sienten con nosotros desplazados de sus puestos de privilegio adopten una actitud de defensa y de contraataque. Un recurso demasiado fácil sería la renuncia a todo puesto de influjo. En algún caso el procedimiento puede ser conveniente, pero de ordinario solo servirá para entregar al mundo entero en manos de los egoístas. Aquí precisamente es donde radica la gran dificultad de la lucha por la justicia y la aludida necesidad de mediaciones. Pero aquí también podríamos hacernos mutuamente luz en el seno de las Asociaciones de Antiguos Alumnos.

 

C. EL HOMBRE ESPIRITUAL

Llegamos al término de la charla donde quiero mostrar, cómo sólo el hombre de Dios, el hombre "espiritual", en el sentido de estar llevado por el Espíritu, puede ser a la larga el hombre para los demás, el hombre para la justicia, capaz de contribuir a una verdadera transformación del mundo, que vaya eliminando de él las estructuras del pecado.

El primer rasgo de nuestra vida en el Espíritu es sin duda el amor: Él es el motor. Pero no basta con amar, hay que amar discretamente. Y aquí es donde interviene el segundo sentido de lo que entendemos por hombre "espiritual".

Este mundo concreto, del que tenemos que desalojar la injusticia se instala en nosotros y en la estructura de la sociedad, es de hecho un producto del influjo conjugado del Espíritu Santo y del pecado. Por ello, en la lucha por la justicia, necesitamos del don de consejo y discernimiento, del carisma de discreción de espíritus, para saber separar lo que es de Dios y lo que es del pecado en cada rasgo del mundo. No basta la observación ni el análisis sociológico de la realidad. Hay quienes identifican los resultados de un análisis sociológico con los "signos de los tiempos" exponiéndose a tomar por obra de Dios lo que tal vez sea efecto del pecado. La sociología nos proporciona sólo el material en bruto, sobre el que ha de ejercitarse el discernimiento espiritual. Por medio de este discernimiento hemos de descubrir donde está, y sobre todo donde se adensa el pecado del mundo. Y, entreverados en la misma trama, hemos de descubrir también los signos de los tiempos, que nos pueden dar pistas de cómo hay que proceder para desalojar el pecado de sus reductos. Tampoco hay que descartar que la voz del Espíritu se dirija directamente a nosotros para enseñarnos y marcarnos nuevos caminos y soluciones. Pero sólo el que posee el Espíritu es capaz de descubrir y entender adecuadamente al Espíritu, donde quiera que se manifieste. San Pablo nos dice, que así como nadie conoce "lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él", "del mismo modo, nadie conoce lo interno de Dios, sino el Espíritu de Dios". Pero a continuación hace esta tremenda afirmación: que nosotros hemos recibido "el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que nos ha otorgado, de las cuales también hablamos... sometiendo las realidades espirituales a criterios espirituales. El hombre natural (psíquico), no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necesidad para él; y no las puede entender porque sólo el Espíritu puede juzgarlas. En cambio el hombre espiritual lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarlo. Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor para instruirle? Pero nosotros poseemos el pensamiento de Cristo" (1 Cfr. 2, 11-15).

 

CONCLUSIÓN

Este es el ideal del hombre, del hombre al que tienden nuestros esfuerzos formativos, el hombre "espiritual" pneumático o "pneumatos", conducido y sostenido por el Pneuma de Dios, por el Espíritu Santo. No ya el homo faber, el hombre hábil y artesano que en los albores de la historia comenzó a diferenciarse radicalmente de los animales, iniciando así la dominación del mundo; ni el simple homo sapiens que por su inteligencia y sabiduría humana se eleva por en- cima de toda la Creación y es capaz de comprenderla y explicarla; ni siquiera el hombre prometeico, que se sabe partícipe del poder creador de Dios, y llamado, no sólo a contemplar el mundo, sino a transformarlo. Tampoco el homo politicus consciente de la complejidad de este mundo y hábil para encontrar y pulsar los puntos neurálgicos de los que dependen las grandes transformaciones. Todos estos aspectos del hombre no superan lo que San Pablo llama el homo psiquicus, es decir, el hombre espiritual en el sentido de dotado de espíritu o psiquismo humano, el hombre simplemente natural. Este hombre en concreto no existe, es una abstracta posibilidad ambivalente, que en concreto estará en mayor o menor medida humanizado o deshumanizado. Puede llegar a ser el homo lupus, depredador de sus propios hermanos; o por el contrario el homo humanus, concors, philantropus, es decir profundamente humano, amante de la concordia y de los hombres. Naturalmente ese hombre será también el homo religiosus abierto a la trascendencia y, si su religiosidad es genuina, ligará en unidad indestructible el amor de Dios y el amor de los hombres. Pero ese ideal no es posible hasta el fondo sin la acción de Dios que nos transforma en el homo novus, el hombre nuevo, la nueva criatura, cuyo último principio vital es el mismo Espíritu Santo. Ese homo spiritualis que, porque es capaz de amar, incluso a los enemigos en este mundo malo, es también capaz de transformar el mundo; y, porque tiene el carisma del discernimiento, es capaz de descubrir y sumarse activamente al dinamismo más profundo y eficaz de la historia, aquel que la empuja hacia la construcción, ya iniciada, del Reino de Dios.

Pero ese Espíritu, que nos hace espirituales, es el Espíritu de Cristo, que nos hace también cristianos, que nos cristifica. También en esta tarea de la construcción de la justicia. Cristo es el todo: nuestro Camino, Verdad y Vida. Él es por excelencia el "hombre para los demás", el que nos precede en la construcción del Reino de Justicia; nuestro modelo y punto obligado de referencia; sus palabras y su vida nos proporcionan la estabilidad necesaria para no perder el norte en este mundo cambiante. Pero además Jesús vive todavía y es el Señor de la historia que avanza; sentado junto a la diestra del Padre sigue asistiendo a su Iglesia y por su Espíritu nos va poco a poco iluminando el más profundo sentido de las palabras que un día oímos de sus labios, que de esta forma se convierten en palabras nuevas, capaces de iluminarnos los recónditos caminos de la historia (Jn. 14, 26). De esta forma su misma ausencia, según sus mismas palabras, es un tipo de presencia: "os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy os lo enviaré ... cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad completa; ... y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros" (Jn. 16, 7-15).

Cristo es además y finalmente el fundamento de ese "magis" tan ignaciano, que nos mueve a no ponerle nunca límites a nuestro amor, a decir siempre "más" y "más", a buscar siempre la "mayor Gloria de Dios", que concretamente se realiza en la mayor entrega al hombre y a la causa de la Justicia.

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