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La Explosión de la Bomba Atómica en Hiroshima narrada por el Padre Arrupe

La mañana del 6 de agosto de 1945, el Padre Pedro Arrupe, S.J., se encontraba en el noviciado de Nagatsuka, junto con otros 35 jóvenes y varios padres jesuitas. La casa del noviciado se ubicaba a unos seis kilómetros de lo que sería el centro de la explosión atómica.

Es el propio Padre Arrupe quien nos relata lo que ocurrió aquella mañana trágica del 6 de agosto de 1945:

«Estaba yo en mi cuarto con otro Padre, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando de repente vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos.

Naturalmente, extrañados, nos levantamos para ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del aposento –éste daba hacia la ciudad- oímos una explosión formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas.

Nos tiramos, o fuimos tirados al suelo. Y digo fuimos tirados, porque un padre alemán de más de 90 kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su cuarto y se encontró de pronto sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, leyendo un libro.

Seguí sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro segundos que nos parecieron mortales, porque cuando se teme que una viga se caiga en la cabeza y le aplaste a uno el cerebro, el tiempo se hace muy largo.

Cuando pudimos ponernos en pie, fuimos a recorrer la casa. Yo tenía la responsabilidad de los treinta y cinco jóvenes que estaban bajo mi dirección. No encontré a ninguno herido, ni siquiera con el menor rasguño.

Salimos al jardín, para ver dónde había caído la bomba, pues nadie dudaba que esto hubiese sucedido; pero al llegar y recorrerlo todo, nos miramos extrañados unos a otros: allí no había ningún hoyo, ni ninguna señal de explosión. Los árboles, las flores, todo, aparecía normal.

Estábamos recorriendo los campos de arroz que circundaban nuestra casa para encontrar el sitio de la bomba, cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se levantaba una densa humareda, entre la que se distinguían, claramente, grandes llamas.

Subimos a una colina para ver mejor, y desde allí pudimos distinguir en donde había estado la ciudad, porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada.

Como las casas eran de madera, papel y paja, y era la hora en que todas las cocinas preparaban la primera comida del día, con ese fuego, y los contactos eléctricos, a las dos horas y media de la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego.

Los japoneses, que no sabían que no sabían que había explotado la primera bomba atómica, con esa prodigiosa armonía imitativa de su lenguaje, designaron este nuevo fenómeno con la palabra “Pika-Don”. “Pika” era para ellos el fogonazo, y “don” el ruido de la explosión. Aun ahora, al hablar de la bomba atómica, muchos siguen llamándola Pika-Don…

Nosotros, sin podernos explicar tampoco qué había pasado allí, intentamos entrar en la ciudad; pero era imposible: aquello era un mar de fuego sobre una ciudad reducida a escombros…

En estas condiciones estaba la ciudad a los pocos momentos de la explosión. Apenas se podía avanzar entre tanta ruina. Pero otra de las causas que entorpecía nuestra marcha era la cantidad sin número de personas que iban saliendo penosamente de aquel infierno.

Huían a duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían.

Nunca se me olvidará, porque fue una de mis impresiones primeras de la bomba atómica, aquel grupo de muchachas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían agarradas unas a otras, arrastrándose. Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, la tercera… en una progresión que si se continúa hasta 150.00 nos dará una idea aproximada del cuadro de Hiroshima...»

Fuente: Padre Pedro Arrupe, S.J. Yo viví la bomba atómica

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